De repente un día, sin venir a cuento, vino la niebla. Como si esta ciudad se hubiera convertido en un London cualquiera, aparece, lo llena todo y todo lo difumina. A mí, la cabeza; por eso ese día no comí y me fui a pasear donde-nadie-me-iba-a-encontrar. La niebla se presentó como se presentó la duda y eso para un creyente (a secas) no es cosa para no tener en cuenta. Paseé y me perdí, pero no por que no viera, si no por que lo suelo hacer de vez en cuando (no sé por qué, pero sí para qué) con la idea de encontrar lo importante. Estos procesos subconscientes empiezan a maquinar cuando los conscientes no saben por dónde tirar. A veces el pasado (los gestos aprendidos, o vicios, que también es un modo de verlo) es/son un potente imán y desapegarse es una tarea que requiere cierto esfuerzo. No hay que desestimar la ayuda de talismanes, fetiches y lo-que-nos-hace-bien, para contrarrestar esas ganas voraces del paso lateral (de cangrejo) que parece estar siempre agazapado y esperando.
La niebla, se metió en todas partes, nos envolvió por fuera y por dentro y a mi, desenfocar me vino bien para verte un poco de lejos y recordar y comprender que uno es más, o puede ser más, cuando se difumina y pierde su contorno, su perfil, su sombra negra y afilada, siempre presta a definirle.