Ella compró una revista. En realidad compró unas cuantas, por que estaban rebajadas y por que casi todas hablaban del lugar a dónde quería ir. Él eligió una, por que cuando la abrió vio un faro rodeado de agua y eso le pareció una señal. Él no quiso, ni quiere, ni le interesa, desentrañar todos los significados pseudosexuales y fálicos que encierran los faros. A él le interesa el olor a mar y a salitre, el frío que cala huesos y pensamientos y la voluntad de querer ser dónde nunca le invitaron. Así ve esa construcción, ese edificio o templo o museo (que todo es) a la persistencia, al aviso de quien viene y va y se pierde y no ve nada.
Un faro es un grito, un gesto que te agarra el brazo si cruzas sin mirar, un estoy aquí pero no te acerques. También es límite y frontera y torre que no sirve para mirar, si no para ser visto. Es una atalaya inversa. Habla un idioma de luces y silencios para quien los sabe leer y habla de la tierra que guarda para quien la sabe añorar. El mar, al fin y al cabo es tránsito, es espacio sin tiempo donde todo (o nada) pasa. Él ve esas fotos de costas salvajes, terribles y llenas de rabia donde el mar se desahoga y hiere y mientras más mar ve, más faro, más roca, más tierra quiere hacerse. Encuentra su lugar ahí, en ese gesto que él comprende y ama. Ve faros en Groenlandia, en Irlanda, en Francia. Faros en lugares imposibles, donde todo se rompe y se quiebra. En tierras polares con aguas llenas de agujas de frio y piensa en el miedo, en el segundo de terror donde la vida puede dejar de existir y comprende que eso mismo es la voluntad de existir.
Él sonríe y se imagina con apellido escandinavo, comiendo arenque frente a una estufa mientras fuera ocurre el fin del mundo. Ella le mira y también sonríe, sabiendo que él escribirá algo sobre faros y mares, por que eso es también su forma de existir.
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