Las casas que son casas pero no. Es decir, imaginemos una casa, bueno, un piso. Bonito y ajeno. Y va uno y como virus, como humo, como plaga (no se me ocurren metáforas para invasiones amistosas), un día llega y dice -Pues mira que bien y que bonito debe ser vivir aquí- y va y se queda. Y se va quedando. Y aquella casa (que es piso ajeno, pero también es vivir con quien quiere vivir) se va convirtiendo un poco en su casa. Poquito a poco, como se hacen las cosas importantes. Entonces uno (que vive en otro piso pero ya no es su casa por que falta la otra persona) un día se lleva algo de ropa (mudas y eso) y se amolda a nuevas costumbres, nuevos ritos, no por que ya estuvieran (que algunos sí) si no por que son nuevos para uno y para una. Y en todo este quehacer, resulta que surge la pregunta de la duplicidad de alquileres o hipotecas, que de todo hay. Y a uno se le cruzan muchas cosas por la cabeza. Y uno piensa y siente que esa casa es en la que quiere vivir y digo (y repito) casa por que es piso y persona. En fin, que uno piensa (con la mente antártica) y se dice que poquito a poco y que si se duplican gastos no se duplican vidas, pero que ya se irá viendo hacia dónde va todo. Y como uno es un creyente lo que piensa se lo pasa por el forro. Y como uno es el bastión de la Fe se calla y sigue apostando. Y quizá un día apueste y pida al otro que apueste y ya se verá por donde sale el sol (por Antequera, seguro).
En fin, que el piso está ahí, la casa está ahí, pero a medias, por que resulta que ella no está y sin ella no hay casa. Hay piso, bonito, pero piso y también media vida, media cama, media terraza, un rincón del armario, dos pares de sandalias, un champú, un cepillo de dientes, un perfume, cuchilla de afeitar, espuma de afeitar, desodorante, un soldador y estaño. Así que la casa es una casa pero no. No está uno y no está una y a uno le parece que todo está lleno de recuerdos y de semillas de recuerdos que vendrán.
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