
La memoria como las manos del escalador, los dedos tensos, frágiles y aferrados (como recuerdos), embadurnados en magnesio (como la Fe (confianza que lo mismo es) en que pasó lo que pasó) y la roca dura o la montaña (la existencia, el tramo recorrido y el que queda por recorrer) y el escalador que no eligió serlo y aún así sabe que no escalar no es una opción.
Después vino Memento y la posibilidad de borrar y hacer cuenta nueva y una angustia distinta: la de la maleta pequeña donde apenas caben unos tatuajes como manual de instrucciones para los siguientes diez o quince minutos.
Uno vivió en las fotografías y se quedó allí sin querer saber que podía salir. Luego cumplió años (sin llegar a crecer) y se llenó el cuerpo de tatuajes con cada gesto aprendido y con todas las promesas lejanas e imposibles que pudieran ocurrírsele.
A veces uno se olvida, a veces la distancia es enorme entre lo que uno es y lo que quiere ver en la foto. A veces las fotos a uno le pesan tanto que le faltan manos para tomar nada más. A veces uno mira tan lejos, la distancia tan grande, que sólo mira y deja de caminar. A veces uno sólo ve lo que necesita y se esfuerza tanto por tenerlo que deja de ser uno. A veces quiere compartir tanto que se olvida de que para compartir uno debe tener y sobre todo, ser.
A veces uno se olvida de que el camino de uno es sólo de uno y que compartir camino no es ir delante señalando, ni detrás siguiendo, es caminar en paralelo para, tal vez ser hombro o encontrar un hombro donde apoyarse.
A veces, casi siempre cuando no hay luz y sólo piel, uno escucha que le echan de menos y uno (por que quiso dejar las fotografias y las dramaturgias) es capaz de entender por qué.
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