El día en que uno sintió la angustia de no ser, a través de la mirada de los replicantes de Blade Runner, uno empezó a comprender la importancia de la memoria. Los recuerdos, como lazos en un dedo, como marca de pólvora quemada, como cicatriz en la rodilla, como depósito que contiene y evita la dispersión, la indefinición. Aquellos ojos que decían "mira, mira, ¿ves?, aquí estoy yo, yo de pequeño y esta es mi familia y este mi perro y este el porche de mi casa" y la cara de miedo del robot ante la posibilidad de que nada de eso hubiera sido vivido, tan sólo implantado, que no hubiera habido tiempo gastado, vida consumida.
La memoria como las manos del escalador, los dedos tensos, frágiles y aferrados (como recuerdos), embadurnados en magnesio (como la Fe (confianza que lo mismo es) en que pasó lo que pasó) y la roca dura o la montaña (la existencia, el tramo recorrido y el que queda por recorrer) y el escalador que no eligió serlo y aún así sabe que no escalar no es una opción.
Después vino Memento y la posibilidad de borrar y hacer cuenta nueva y una angustia distinta: la de la maleta pequeña donde apenas caben unos tatuajes como manual de instrucciones para los siguientes diez o quince minutos.
Uno vivió en las fotografías y se quedó allí sin querer saber que podía salir. Luego cumplió años (sin llegar a crecer) y se llenó el cuerpo de tatuajes con cada gesto aprendido y con todas las promesas lejanas e imposibles que pudieran ocurrírsele.
A veces uno se olvida, a veces la distancia es enorme entre lo que uno es y lo que quiere ver en la foto. A veces las fotos a uno le pesan tanto que le faltan manos para tomar nada más. A veces uno mira tan lejos, la distancia tan grande, que sólo mira y deja de caminar. A veces uno sólo ve lo que necesita y se esfuerza tanto por tenerlo que deja de ser uno. A veces quiere compartir tanto que se olvida de que para compartir uno debe tener y sobre todo, ser.
A veces uno se olvida de que el camino de uno es sólo de uno y que compartir camino no es ir delante señalando, ni detrás siguiendo, es caminar en paralelo para, tal vez ser hombro o encontrar un hombro donde apoyarse.
A veces, casi siempre cuando no hay luz y sólo piel, uno escucha que le echan de menos y uno (por que quiso dejar las fotografias y las dramaturgias) es capaz de entender por qué.
La memoria como las manos del escalador, los dedos tensos, frágiles y aferrados (como recuerdos), embadurnados en magnesio (como la Fe (confianza que lo mismo es) en que pasó lo que pasó) y la roca dura o la montaña (la existencia, el tramo recorrido y el que queda por recorrer) y el escalador que no eligió serlo y aún así sabe que no escalar no es una opción.
Después vino Memento y la posibilidad de borrar y hacer cuenta nueva y una angustia distinta: la de la maleta pequeña donde apenas caben unos tatuajes como manual de instrucciones para los siguientes diez o quince minutos.
Uno vivió en las fotografías y se quedó allí sin querer saber que podía salir. Luego cumplió años (sin llegar a crecer) y se llenó el cuerpo de tatuajes con cada gesto aprendido y con todas las promesas lejanas e imposibles que pudieran ocurrírsele.
A veces uno se olvida, a veces la distancia es enorme entre lo que uno es y lo que quiere ver en la foto. A veces las fotos a uno le pesan tanto que le faltan manos para tomar nada más. A veces uno mira tan lejos, la distancia tan grande, que sólo mira y deja de caminar. A veces uno sólo ve lo que necesita y se esfuerza tanto por tenerlo que deja de ser uno. A veces quiere compartir tanto que se olvida de que para compartir uno debe tener y sobre todo, ser.
A veces uno se olvida de que el camino de uno es sólo de uno y que compartir camino no es ir delante señalando, ni detrás siguiendo, es caminar en paralelo para, tal vez ser hombro o encontrar un hombro donde apoyarse.
A veces, casi siempre cuando no hay luz y sólo piel, uno escucha que le echan de menos y uno (por que quiso dejar las fotografias y las dramaturgias) es capaz de entender por qué.
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