Ir de safari por Marte no es cosa baladí. No sé por qué, pero en Marte siempre apetecen cafés y vórtices. Activar el sentido arácnido y fijar detalles. Si uno está atento siempre puede leer mensajes indicadores, como marcas (blancas y rojas) en un camino de trekking. No sabe dónde aparecerá la siguiente, en una roca, en la corteza de un pino, en un papel arrugado en el suelo o en un escaparate de un bar de la posguerra (la civil, nosotros a lo nuestro). Uno va con su traje de camuflaje y maneras conciliadoras y acaba descubriendo tierras lejanas y leyendas fabulosas. A lo Pizarro, pero sin barba ni coraza, que aquí no hacen falta y pesan demasiado. Por eso, cuando he visto el cartel en esa cafetería "para usar el W.C. pedir la llave" no he podido resistirme. Me llena de curiosidad el afán por proteger el W.C. Y claro, cuando uno abre la compuerta y entra (con saludo intergaláctico incluído) en ese mundo, inmediatamente se da cuenta de que acaba de cruzar una puerta espacio-temporal y que el presente es de -60 años. Aquí, (me juego el cuello) el café tiene que ser espectacular. Y sí, siempre lo es. La señora que atiende (Carmen), ordena una y otra vez las bandejitas de boquerones en vinagre y pelotas de carne (de algún animal fabuloso, sin duda) con tomate. Pido, con mi mejor sonrisa, un café y el ambiente se relaja y un loro hace un ruído al fondo y paso a ser parte del mobiliario. Hay un transistor (no me atrevo a llamarlo radio), de esos de válvulas, bombillas y botones enormes, que emite música y la canción que suena es "ye sui enamorado de tuá" y me quedo fascinado. No me sorprendería que en cualquier momento apareciera mi abuelo o mi bisabuelo a pedir un quinto, o un sol y sombra, con los pantalones por los sobacos y el palillo en la boca. Pudiera ser, en Marte puede pasar de todo. Discretamente fijo las coordenadas del lugar, aunque soy consciente de que es poco probable que lo pueda volver a encontrar.
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